viernes, 30 de octubre de 2009

La follonera

A Míriam le encantaban las sorpresas, tenía un fino sentido del humor y destilaba ironía por toneladas. Así que, después de todo, no debería haberme pillado tan desprevenido que se marchase así, de improviso y dejando sobre el tapete la irresoluble paradoja de hacerme sentir una tristeza abrumadora cuando he tenido la inmensa suerte de compartir un trecho de nuestros caminos en la vida, con no pocas curvas pero poblado de risas, sueños a medio cumplir y complicidades varias. No te rías puñetera, no tiene tanta gracia como crees, como sea verdad eso del más allá ya te pillaré, ya...

Imagino que la muerte es una realidad difícil de afrontar para cualquiera, pero los ateos practicantes tendemos a autocompadecernos pensando que para nosotros resulta especialmente dura en comparación a quienes tienen la fortuna de creer en vidas ulteriores, reencarnaciones, paraísos eternos y opios similares. Incluso quienes momentáneamente, embargados por el dolor y la rabia, abdican de su fe en la bondad de entes sobrenaturales y todopoderosos se encuentran en mejor situación que nosotros, porque si hay algo más insoportable que la crueldad de un plan cósmico incomprensible es la indeferencia del caos áspero y ciego a merced del cual nos sentimos zarandeados los ateos recalcitrantes.

Es por eso que me sé especialmente afortunado de haber compartido con Míriam un tiempo de nuestras vidas, porque los momentos en que la ternura de un gesto, la calidez de una palabra, la chispa de una sonrisa o el temblor reconfortante de sentirnos cómplices en el fragor de la batalla son fuentes de paz y alegría que brotarán por siempre por seco e inclemente que pueda mostrarse este desierto de devastaciones que puede llegar a ser, a veces, la vida. Esto me ha regalado Míriam, un sentido de la trascendencia que no tiene que ver con actos de fe, sino con la presencia real, cotidiana, cuasi física, de lazos indisolubles que nos sujetan a la celebración y al goce de la vida.

Su fina inteligencia le hizo consciente de la obscena sutileza de la discriminación, su tenacidad inquebrantable la convirtió en una luchadora inasequible al desaliento, su energía desbordante encontró expresión en ese personaje entrañable que fuimos construyendo para referirnos a ella con cariño y admiración: la follonera. Ella se defendía, medio muerta de risa, diciendo que de toda esa fama de insurgente incendiaria y megafonera que hablaba hasta por los codos no había de cierto “ni la cuarta parte”...y así tituló su blog, en el que nos contó sus andanzas por tierras escandinavas, recientemente publicadas en forma de artículo en el último número de la revista “Sobre ruedas”. Ese también es parte de su legado, la lucidez con que expresó sus ideas en artículos como el ya mencionado o cartas como la que publicó en La Vanguardia sobre la visita del insigne Stephen Hawking a sus amadas tierras gallegas.

Al final te has salido con la tuya, en la próxima mani cantaré...pero ya no será con el megáfono, sino con el miriáfono. Te quiero, follonera.