martes, 23 de diciembre de 2008

Interdependencia de derechos humanos; el caso de la triple desigualdad

El pasado 26 de noviembre, con ocasión de la conmemoración del 60º aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el Parlament de Catalunya aprobó una declaración institucional en la que, entre otras cosas, se recordaba que

“Todos los derechos humanos son universales, indivisibles e interdependientes, y ninguno tiene prioridad sobre otro. Por lo tanto, la comunidad internacional debe tratar el conjunto de derechos de manera global, justa y equitativa, en pie de igualdad y dando a todos la misma importancia”

Sin duda se trata de una afirmación que suscita un acuerdo prácticamente unánime. No obstante, alguien habrá que no acabe de estar del todo convencido y argumente que, si en España la Oficina de Derechos Humanos depende del Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación, seguramente la acción política se está focalizando en un subgrupo de derechos considerados “más fundamentales”, aquellos que sólo son vulnerados allende las inmaculadas fronteras de la 8ª potencia sideral. Un debate interesante éste de la “prioridad y la indivisibilidad” de los derechos humanos –amenazo con una entrada en este blog, próximamente....-, sin embargo hoy quería reflexionar sobre el otro concepto al que hace referencia la declaración del Parlament: la interdependencia de los derechos humanos.

Y es que en los arrabales de la ciudadanía, lejos de las rutilantes avenidas de hombresblancosheterosexualescristianosdeentre25y40añosconcuerposdanone, se acaban entrelazando y retroalimentando injusticias, precariedades, desigualdades y, en definitiva, toda la pléyade de miserias que produce la ausencia de un ejercicio efectivo de los derechos humanos. Es necesario identificar y visibilizar las estructuras y dinámicas que subyacen en estas redes de la penuria para combatirlas eficazmente. Si los diferentes grupos humanos que están atrapados en una misma malla de ignominia no son conscientes de ello, es fácil que intenten zafarse sin tener en cuenta las consecuencias que sus acciones puedan tener sobre los demás damnificados. O, peor aún, a veces la legítima liberación puede llegar a intentarse aún a sabiendas de que se hace a costa de la libertad y de los derechos de otros. Sin embargo, un conocimiento profundo de los mecanismos de opresión que operan sobre los diferentes colectivos atrapados en una misma red, debería persuadirlos de evitar caer en la tentación del “sálvese quien pueda”, porque lo cierto es que la emancipación liberadora o se produce conjuntamente o nunca llegará – ni ética ni socialmente - a buen puerto.

Un ejemplo paradigmático de estas situaciones de desigualdad múltiple es el que ha puesto sobre el tapete la reciente legislación sobre autonomía personal. En diciembre de 2006 se aprobó la Ley de autonomía personal, y a finales de 2007 la Ley de servicios sociales de Catalunya. Ambas debían materializar una serie de herramientas sociales que permitiesen destejer una de las redes de miseria más amplias, tupidas y férreas que atenazan nuestra sociedad: la dependencia. Aquí, los principales grupos humanos entrelazados por la falta de un ejercicio efectivo de sus derechos humanos son:

- Las personas con diversidad funcional que necesitan apoyos humanos y tecnológicos para desarrollar sus actividades cotidianas. Más allá de la mera supervivencia que puedan proporcionar los servicios institucionalizadores (residencias, centros de día, SAD), aspiran a la emancipación, a la plena participación social en igualdad de oportunidades, con apoyos como la autogestión de asistencia personal y tecnológica.
- Las personas –muy mayoritariamente mujeres- que prestan asistencia no remunerada en el ámbito familiar. Más allá de los “respiros”, las palmaditas en la espalda y las limosnas de mala conciencia, aspiran a recobrar por completo su libertad. Bien para dedicarse a otras cosas o bien para seguir prestando asistencia, pero en un marco de garantías laborales acorde a la Europa del siglo XXI y no en el régimen de semiesclavitud en el que actualmente sobreviven.
- Las personas –muy mayoritariamente mujeres y, encima, inmigrantes- que trabajan en el ámbito de la atención personal. Más allá de perpetuarse en la precariedad de la economía sumergida, aspiran a unas condiciones laborales dignas que les permitan desarrollar con normalidad su actividad profesional.

Con semejante elenco de protagonistas y la pesada carga que arrastran en sus respectivas historias colectivas, se hace difícil saber quién contagió su déficit de ciudadanía a quién, pero el caso es que o se articulan instrumentos sociales que permitan hacer efectivos los derechos y las libertades fundamentales de todos ellos o el caldo de penurias en que cuecen se hará más y más espeso, más y más pegajoso.

En busca de esa vía hacia los derechos de ciudadanía, las leyes antes mencionadas recogían como principio la priorización de los servicios sobre las prestaciones económicas. La intención es loable –mejora de las condiciones laborales, atención “de calidad”- y fue impulsada con absoluto convencimiento por partidos políticos y sindicatos de izquierdas. La invisibilidad de las personas con diversidad funcional que necesitamos apoyos para las actividades cotidianas –no estamos en el mundo laboral, ni en el sindical ni en el político- propició que se nos visualizara como mera materia prima para insuflar energía en la poderosa maquinaria económica que se ponía en marcha. Aquí es donde los derechos humanos deberían haber servido de guía para matizar ese dogma de la prioridad de los servicios sobre las prestaciones económicas; no somos vacas, no queremos vivir en establos donde estemos limpitos, equilibradamente nutridos y desparasitados, ni aceptamos transitar por la vida al toque de silbato que marque el servicio de SAD de turno ni exponer nuestros cuerpos a manos y ojos que no hayan sido libremente elegidos por nosotros.

Desgraciadamente, el contrapeso de los partidos políticos de derechas tampoco apuntaba en la dirección correcta. Lógico, también estamos ausentes del mundo empresarial y financiero. La apuesta de la derecha por las prestaciones económicas no tiene tanto que ver con la necesidad de empoderar a las personas con diversidad funcional como con la idea de que el dinero en manos de la ciudadanía resulta imprescindible para impulsar el jugoso negocio del minusvalidismo, alentando un desarrollismo en servicios sociales que va desde los seguros de dependencia a las empresas de SAD pasando por las hipotecas inversas, los centros de día o las residencias privadas. La libertad de elección que se proclama está condicionada a que esa “libertad” se ejercite produciendo pingües beneficios, de ahí que se bendiga el copago –única manera de que los seguros y las hipotecas inversas resulten atractivos- o que se fomenten prestaciones precarias –a más precariedad de los trabajadores, más mano de obra barata disponible – a base de eliminar o rebajar impuestos.

Partidos políticos aparte, los movimientos sociales tampoco han estado a la altura que el desafío requería. Por un lado, el feminismo se ha conformado con unas cuantas carpetas rebosantes de informes favorables de “impacto de género” –a veces ni eso, las medidas vinculadas a la Ley de autonomía personal no se recogían en el informe de impacto de género de los últimos presupuestos generales- en lugar de combatir contundentemente lo que se está convirtiendo en una perpetuación del rol tradicional de la mujer: la prestación de cuidador no profesional institucionaliza el patriarcado, y los servicios de SAD y centros de día están pensados para ayudar a mantener a las mujeres del entorno familiar haciendo asistencia no remunerada y no para posibilitar que recuperen plenamente su libertad. Por otro lado, buena parte del movimiento asociativo de personas con diversidad funcional se ha convertido en un gestor de servicios –a menudo precarios (tanto para usuarios como para trabajadores) y graciables- que se cuida muy mucho de morder la mano que le da de comer. Ese ente que se ha dado en llamar “el tercer sector” no tendrá ánimo de lucro, pero sí muchas nóminas que mantener y no pocos créditos que devolver, y eso ha diluido el vigor reivindicativo que requiere la construcción de unas herramientas sociales en las que confluyen intereses tan diversos y, a veces, francamente espurios.

Así las cosas, atrapados entre los gulags de la izquierda y el mercantilismo de la derecha, vemos cómo la interdependencia de los derechos humanos de los tres colectivos enredados en una suerte de triple desigualdad –personas con diversidad funcional, mujeres del entorno familiar, mujeres inmigrantes- requiere de un abordaje nuevo, que huya del “sálvese quien pueda” y se articule entorno al ejercicio efectivo de los derechos y libertades fundamentales de todos los implicados. Y el impulso primigenio para ese nuevo abordaje debe llegar desde los movimientos sociales que involucran fundamentalmente a las personas con diversidad funcional, a las mujeres y a la clase trabajadora. Los partidos políticos, seguramente, se sumarán algo después.

Sin duda, una referencia clave para vislumbrar cómo estructurar respuestas basadas en la interdependencia de los derechos humanos es la vía escandinava. Como muestra un botón: en la ciudad de Estocolmo hace tiempo que no existe ni una sola plaza residencial para personas con diversidad funcional física (y las de diversidad intelectual son pisos compartidos), las mujeres han alcanzado tasas de actividad 15 puntos por encima de la española, y la fuerza de los sindicatos –con la garantía de condiciones laborales dignas que ello implica- no tiene parangón en nuestras latitudes. No han llegado a esa situación ni por casualidad ni por decreto, sino apostando por dar libertad real (esto es, garantizando los recursos necesarios) a la ciudadanía para elegir cómo querían vivir. No se prohibieron las residencias, ni se dio limosnas a las mujeres para que se mantuvieran donde no querían estar, ni se dejó exclusivamente en manos del mercado el valor del trabajo a realizar; bastó con financiar decididamente la asistencia personal y tecnológica para que las personas con diversidad funcional pudieran hacer vida independiente, las mujeres pudieran recobrar íntegramente su libertad y las personas que trabajan en el sector tuvieran unas condiciones laborales dignas.

domingo, 14 de diciembre de 2008

A la sombra de un árbol (publicado en el nº 65 de la revista Sobre Ruedas, 2007)

A la sombra de un árbol (publicado en el nº 65 de la revista Sobre Ruedas, 2007)

Hace algunos años escribí un breve artículo para esta misma revista. No era un relato neutro, intentaba transmitir optimismo y entusiasmo; estudiar en la universidad era posible incluso para alguien de familia obrera y con un certificado de “minusvalía de grado 100%”. Sentía orgullo, era un “minusválido excelente”. Escasa reflexión crítica sobre el altísimo coste humano y económico que para mí y para mi familia había supuesto. Nos da una cierta vergüenza inconsciente verbalizar que estamos discriminados y oprimidos, todo nuestro esfuerzo es demostrar que podemos hacer cosas, dar una imagen positiva. No obstante, algo chirriaba en lo más hondo de mis pensamientos, pero no conseguía darle forma y articularlo en un discurso racional que me permitiese estructurar las ideas y analizar mis sentimientos.

El día que, gracias a una iniciativa de la Fundació Institut Guttmann, escuché hablar a Javier Romañach (cofundador del Foro de Vida Independiente), Sean Vasey (autora del libro sobre asistencia personal que se presentaba en aquel acto) y Adolf Ratzka (iniciador del Movimiento de Vida Independiente en Europa), toda esa espesa niebla mental asentada durante casi 20 años se disipó al instante: ni yo era un objeto defectuoso que tuviera que redimirse ni tenía ninguna necesidad especial. Era la sociedad la que estaba mal, la que tenía que cambiar para que todas las personas pudiéramos satisfacer, equitativa y libremente, unas necesidades que ciertamente son comunes a todos. Mi cuerpo funciona de una manera que es estadísticamente poco frecuente, pero eso es normal; lo intrínseco a la condición humana es la diversidad, no la uniformidad.

Aprendí a expresar el enorme coste humano y económico que para mí había supuesto “adaptarme a la sociedad” en términos de violación sistemática de derechos humanos, aprendí a aceptarme no con la resignación del que se autopercibe como una imperfección irremediable sinó con la alegre paz del que se sabe expresión intensa de la diversidad como honda cualidad humana, aprendí a reconocer a mi familia no como víctimas de mi esclavizante físico sinó como damnificados de un sistema social atávico y cavernario, aprendí a identificar el colectivo de personas con diversidad funcional como uno de los grupos humanos más profundamente oprimido y discriminado. Aprendí, aprendí y aprendí...y tomé una decisión: se acabó ser una dulce y sumisa esposa para que mi comprensivo maridito me dé un poco más de dinero, se acabó ser un productivo y disciplinado negro para que el benevolente amo del algodonal me permita sentarme un rato a la sombra de un árbol...se acabó. Ya no busco migajas de mi vida, quiero mi vida entera, quiero ejercer plenamente el poder y la libertad de organizar y dirigir mi día a día, quiero asumir la misma responsabilidad y control sobre mi propia existencia que asumen para sí las personas sin diversidad funcional.

Otros colectivos sistemáticamente oprimidos, como las mujeres o los afroamericanos, comprendieron antes que nosotros que la diversidad que aportaban era una riqueza para la sociedad y que los problemas no estaban en ellos sinó en la desigualdad de poder que sufrían. Esta clarividencia, además de reforzar su autoestima, orientó la lucha en la dirección correcta para conseguir los elementos sociales y económicos necesarios para su emancipación. En España, las personas con necesidad de asistencia generalizada para las actividades cotidianas, estamos avanzando en este mismo proceso y, de hecho, nos encontramos ante una oportunidad histórica de conseguir una herramienta fundamental: la asistencia personal autogestionada, que ha sido recogida en la recién aprobabada Ley de promoción de la autonomía personal, un paso de gigante no exento de carencias que tendrán que subsanar iniciativas como el proyecto de Ley de servicios sociales en Cataluña (actualmente en trámite parlamentario) o los diversos proyectos piloto que se están desarrollando en varias comunidades y ciudades.

Asistencia personal es el apoyo que una persona presta a otra para que pueda realizar las actividades cotidianas que se desarrollan en todos lo ámbitos de la vida (domicilio, estudios, trabajo, ocio, viajes, cultura, política...). Los apoyos se enmarcan en un acuerdo laboral entre el asistente personal y la persona con diversidad funcional, que es quien selecciona, contrata, forma y dirige al asistente personal. Esta autogestión permite a la persona con diversidad funcional adquirir plena responsabilidad y control sobre su vida. La financiación debe ser pública, en función de la intensidad asistencial requerida por cada individuo e independiente del tipo de diversidad funcional, ingresos, patrimonio y vida laboral, ya que lo contrario impediría la igualdad de oportunidades.

Quisiera hacer una breve reflexión sobre la cuestión económica. Dejando aparte la obviedad de que en política no hay cosas caras ni baratas sinó una escala de prioridades, que España recauda menos impuestos que la media europea y que de lo poco que recauda dedica al tema que nos ocupa una porción menor que los países avanzados, observen las siguientes cifras sobre objetivos para 2008 del informe económico del Proyecto de Ley de Servicios Sociales de Cataluña:

- Coste anual de cada plaza residencial para personas con diversidad funcional: 32.000 €

- Coste anual de cada usuario de asistencia personal: 5.000 €

- Auxiliar SAD (convenio 2007, jornada completa, SS y vacaciones incluídas): 16.000 €

La última cifra debe ser una buena aproximación del coste anual de un asistente personal, y si la comparamos con las anteriores se manifiesta la mentalidad institucionalizadora y asistencialista de nuestra sociedad. Creo que estos números deberían invitar a la reflexión, a no dar por hecha la supuesta eficiencia económica del sistema actual y a realizar estudios profundos y rigurosos que, por supuesto, tengan en cuenta también los costes de oportunidad, la dignidad y los derechos humanos.